Sunday, July 14, 2013

Lobby del Museo de la Memoria

“En adelante, de aquel pasado suyo verdadero e hipotético, él está excluido; no puede detenerse; debe continuar hasta otra ciudad donde lo espera otro pasado suyo, o algo que quizá había sido un posible futuro y ahora es el presente de algún otro. Los futuros no realizados son sólo ramas del pasado: ramas secas.” – Ítalo Calvino, Las Ciudades Invisibles

Un día en la mañana leía el periódico en papel. Considero esta acotación pertinente pues en la parte inferior de la página de cultura, encontré el anuncio de un taller de oralidad para la 3era edad en el Museo Camilo Egas. Yo sí leo el periódico todos los días, pero en mi computadora, en su versión digital, en donde no salen los pequeños anuncios de la parte inferior de la página de cultura. No recuerdo en este momento porqué estaba leyendo la versión impresa, tradición de un Quito invisible para mi generación. Lo importante es que lo hice, y ese momento en el tiempo y la lectura me permitió acceder a un viaje hacia otras muchas ciudades. Algunas veces llamadas Quito, otras veces Quito, en ocasiones también Quito. Algunas personas relataban también sobre Ibarra, otras Ibarra, otras Ambato, y finalmente Ambato. Ninguna de las ciudades mencionadas tenía algo que ver entre sí, pero empiezo a sospechar que algunas de las memorias descritas pertenecían al mismo lugar.
            En la novela de Calvino, Marco Polo describe las ciudades del Imperio Tártaro a su monarca: Kublai Kan. Llegado un punto, el Kan empieza a dudar si todas las ciudades antes descritas por el mercader veneciano, no conforman en sí una ciudad única. Entiendo ahora lo que pensaba el rey Tártaro. Los contadores de historias nos hablaban de un Quito donde los toros patinaban sobre tablones de madera, frotados con la cáscara del banano, en vez de llegar puntuales a su cita en el camal. Otra contadora hizo notar cómo el membrillo y la raspadura puede ser una combinación ideal para terminar amistades. No todas las narraciones llegaban a una conclusión, pues algunas contadoras eran detenidas por su miedo escénico. Esa timidez a una edad madura me llenó de orgullo, pues implica un serio respeto a la labor de contar historias.
            Cuando tengo que explicar mis motivos para acudir al taller, generalmente refiero a una razón profesional, a mi investigación en oralidad, para graduarme de la maestría en Literatura Hispanoamericana que curso al momento. Esta respuesta puede dejar satisfechos al resto (ya no preguntan más), pero no a mí. Desde niño he sido devoto de las historias, sin importar quién las cuente, pienso que es la habilidad más importante que uno puede aprender. Nuestra existencia se remite a contarnos visiones de uno mismo, de la ciudad que habitamos, de nuestro lugar en el mundo.
            Las contadoras aceptaron con resignación, pero con inmensa alegría, aquella línea del poeta chileno Gonzalo Rojas, que contamos historias “para decir el mundo si pudiéramos.” Las historias que cada miembro tuvo la bondad de compartir, me han enriquecido de una manera impagable. El ejercicio de memoria creó un vínculo auténtico entre las participantes, logrando recapitular la patria neblinosa del recuerdo, y transportando en el tiempo objetos perdidos como el reverbero, el gramófono y el kalé. Ha sido un verdadero festín, para quienes han conformado este museo de historias mi agradecimiento y admiración.


Con mucho cariño, Juan Andrés Suárez

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