“En adelante, de aquel pasado suyo
verdadero e hipotético, él está excluido; no puede detenerse; debe continuar
hasta otra ciudad donde lo espera otro pasado suyo, o algo que quizá había sido
un posible futuro y ahora es el presente de algún otro. Los futuros no
realizados son sólo ramas del pasado: ramas secas.” – Ítalo Calvino, Las
Ciudades Invisibles
Un día en la mañana leía el periódico en papel.
Considero esta acotación pertinente pues en la parte inferior de la página de
cultura, encontré el anuncio de un taller de oralidad para la 3era edad en el
Museo Camilo Egas. Yo sí leo el periódico todos los días, pero en mi
computadora, en su versión digital, en donde no salen los pequeños anuncios de
la parte inferior de la página de cultura. No recuerdo en este momento porqué
estaba leyendo la versión impresa, tradición de un Quito invisible para mi
generación. Lo importante es que lo hice, y ese momento en el tiempo y la
lectura me permitió acceder a un viaje hacia otras muchas ciudades. Algunas
veces llamadas Quito, otras veces Quito, en ocasiones también Quito. Algunas
personas relataban también sobre Ibarra, otras Ibarra, otras Ambato, y
finalmente Ambato. Ninguna de las ciudades mencionadas tenía algo que ver entre
sí, pero empiezo a sospechar que algunas de las memorias descritas pertenecían
al mismo lugar.
En la novela de Calvino, Marco Polo
describe las ciudades del Imperio Tártaro a su monarca: Kublai Kan. Llegado un
punto, el Kan empieza a dudar si todas las ciudades antes descritas por el
mercader veneciano, no conforman en sí una ciudad única. Entiendo ahora lo que
pensaba el rey Tártaro. Los contadores de historias nos hablaban de un Quito
donde los toros patinaban sobre tablones de madera, frotados con la cáscara del
banano, en vez de llegar puntuales a su cita en el camal. Otra contadora hizo
notar cómo el membrillo y la raspadura puede ser una combinación ideal para
terminar amistades. No todas las narraciones llegaban a una conclusión, pues
algunas contadoras eran detenidas por su miedo escénico. Esa timidez a una edad
madura me llenó de orgullo, pues implica un serio respeto a la labor de contar
historias.
Cuando tengo que explicar mis
motivos para acudir al taller, generalmente refiero a una razón profesional, a
mi investigación en oralidad, para graduarme de la maestría en Literatura
Hispanoamericana que curso al momento. Esta respuesta puede dejar satisfechos
al resto (ya no preguntan más), pero no a mí. Desde niño he sido devoto de las
historias, sin importar quién las cuente, pienso que es la habilidad más
importante que uno puede aprender. Nuestra existencia se remite a contarnos
visiones de uno mismo, de la ciudad que habitamos, de nuestro lugar en el
mundo.
Las contadoras aceptaron con
resignación, pero con inmensa alegría, aquella línea del poeta chileno Gonzalo
Rojas, que contamos historias “para decir el mundo si pudiéramos.” Las
historias que cada miembro tuvo la bondad de compartir, me han enriquecido de
una manera impagable. El ejercicio de memoria creó un vínculo auténtico entre
las participantes, logrando recapitular la patria neblinosa del recuerdo, y
transportando en el tiempo objetos perdidos como el reverbero, el gramófono y
el kalé. Ha sido un verdadero festín, para quienes han conformado este museo de
historias mi agradecimiento y admiración.
Con
mucho cariño, Juan Andrés Suárez
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